Saludos en Jesús y María queridos hermanos:
Les cuento que el fin de semana recién pasado, del 28 de
Febrero al 02 de marzo, tuve el gozo de participar en un encuentro en
dependencias del la casa de ejercicios del obispado, en la ciudad de
concepción, que convocó alrededor de 50 hermanos que participan en la Renovación en
el Espíritu Santo de esta ciudad. El encuentro de 3 días estuvo lleno de
gracias alabanza y fuerza del Espíritu Santo. Ahora que han pasado unos días de
aquella preciosa experiencia, pude confirmar el inmenso poder liberador y sanador que el Padre derrama cuando su pueblo le busca en
adoración; cuando todos los corazones se unen como uno sólo con el único
objetivo de dar honor y gloria a Dios por medio de la alabanza en comunidad.
Esos momentos intensos y de profunda
intimidad con El, me hicieron recordar la siguiente reflexión que hace
un tiempo escribí y que ahora quiero compartir con ustedes en la esperanza de
que ella les motive a buscarle más
intensamente en la alabanza y en la intimidad de la adoración.
Alabanza y adoración
Ambos actos son propios del creyente que reconoce la
grandeza de Dios. Ambos son distintivos de la vida piadosa y fuente de
enriquecimiento espiritual. Un cristiano vivo alaba y adora a Aquel a quien ama
y sirve. Posiblemente muchos verán en el título dos términos sinónimos, pero en
realidad no significan exactamente lo mismo. Muchas veces en la alabanza hay
adoración y la adoración va acompañada de alabanza, pero no siempre. De ahí la
conveniencia de ahondar en el significado de ambas palabras, pues ambas
expresan aspectos fundamentales de la experiencia cristiana.
La alabanza
Alabar, según el Diccionario de la Real
Academia de la Lengua, es «elogiar o celebrar con palabras».
Significa también ensalzar o glorificar. La alabanza puede tributarse a una
persona por algún hecho o virtud sobresaliente. Pero en la Biblia la
alabanza por excelencia se reserva para Dios, hacedor de maravillas y dador de todo bien. Dios es alabado por lo admirable de su obra en la creación (Sal. 104), por la redención de su
pueblo (Éx.
15:1-21), por su perdón y su poder restaurador (Sal.
103:1-3) porque él «nos corona de bienes y misericordias» (Sal. 103:4). Es lógico deducir que
la alabanza es una expresión gozosa surgida de espíritus agradecidos por lo que
Dios es y por lo que hace. Ese gozo, desde los tiempos más antiguos, ha
inspirado preciosos cánticos al pueblo de Dios, a menudo acompañados de música
instrumental, como lo podemos comprobar en el Salmo 150. La alabanza, como puede verse en muchos de los salmos,
ha constituido siempre un elemento esencial en el culto de la comunidad
creyente. Este aspecto comunitario de la
alabanza invita a la reflexión, dada la importancia creciente que se le da en muchas
iglesias, no siempre de modo equilibrado. Es lógico que, si el culto es la hora
de encuentro de los creyentes con Dios, éstos le ensalcen y proclamen su
gloria. Pero no parece justificado que la alabanza llegue a convertirse en el
elemento principal, a veces en detrimento de la predicación de la Palabra.
Quizá se olvida que es a través de ella como Dios nos habla. El encuentro
con él en el culto no debe reducirse a un monólogo. Ha de ser un diálogo en el
que la alabanza sea una respuesta a lo que la Palabra nos dice.La importancia del contenido de la alabanza se hace
evidente si tenemos en cuenta uno de sus aspectos esenciales, frecuentemente
olvidado. En el Antiguo Testamento la palabra más frecuentemente usada para
expresar la idea de alabar es yadah (confesar). En efecto, lo que declaramos
cuando alabamos a Dios es una confesión de nuestra fe en él, un proclamación de
su magnificencia y de las gloriosas verdades que hallamos en su Palabra. La finalidad de la alabanza es glorificar a
Dios, no exhibirnos a nosotros mismos, especialmente pienso en los ministerios de música. Con profunda devoción hemos de hacer
nuestras las palabras del salmista: «Alaba, oh alma mía, al Señor. Alabaré al
Señor en mi vida, cantaré salmos a mi Dios mientras viva» (Sal.
146:1-2).
La adoración
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la
adoración suele incluir todos los elementos del culto. Pero nunca debería
perderse de vista el meollo del concepto. Los términos bíblicos usados para
expresar la idea de «adorar» significan literalmente inclinarse hacia adelante,
prosternares. Es la acción propia del siervo ante su señor; indican respetuoso
sometimiento y obediencia. En el lenguaje religioso significa sumisión
reverente a Dios, reconocimiento de su soberanía, acatamiento de su voluntad.
Es exclamar humildemente: «¡Señor mío y Dios mío!».Esta prosternación ante la
divinidad suele efectuarse como resultado de una manifestación extraordinaria
de la grandeza divina (Éx.
4:31; Éx.
12:27; Éx.
33:10). Adoramos a Dios maravillados al contemplar, por
ejemplo, una espléndida puesta de sol; al recogernos en el silencio de un
templo cristiano; al escuchar un coro que alaba a Dios y ensalza sus obras. O
al meditar en la muerte redentora de Cristo y en su gloriosa resurrección. En
estos casos es relativamente fácil adorar al Señor. Pero hay otras situaciones
en las que la adoración parece fuera de lugar o incluso imposible. Sin embargo,
el cristiano debe ser un adorador perenne. Veamos algunas de las circunstancias
en que debe reconocer con espíritu sumiso la presencia y la intervención de
Dios.
Adoración ante las maravillas de la providencia
La inmensa mayoría de personas, en un momento u otro de su
vida, tiene la experiencia de que todo le va bien: las dificultades
desaparecen; los problemas se resuelven, y todo parece ordenado por una mano
benéfica. El ateo dice: «¡Suerte!». El orgulloso: «Me lo merezco». Pero el
creyente ve en ello la providencia amorosa de Dios. Así interpretó el mayordomo
de Abraham los acontecimientos que sobre su viaje en busca de mujer para el
hijo de Abraham se narran en el capítulo 24 del Génesis. Al ver que todo se
había desarrollado de modo maravilloso, «se inclinó y adoró» (Gn.
24:26). La explicación la da él mismo en el versículo
siguiente: «Bendito sea Yahvé, que no apartó de mi amo su misericordia y su
fidelidad, guiándome Yahvé en el camino a casa de los hermanos de mi amo». Se
daba cuenta de que había un factor divino en cuanto le acontecía. Es lógico
que, ante la manifestación evidente del Señor de su señor, se inclinara y
adorara. ¿Es esa nuestra actitud cuando la vida nos sonríe con experiencias
placenteras o, como los escépticos, también pensamos que «es normal»? Reconocer
la inserción de Dios en nuestra vida es el principio de la verdadera piedad.
Adoración ante lo incomprensible
Es relativamente fácil reconocer al Dios presente en
situaciones de bienestar. No lo es tanto cuando hemos de enfrentarnos con
pruebas duras, cuando fácilmente nos asaltan dudas sobre el poder y el amor del
Altísimo, cuando no entendemos el porqué de muchas cosas, cuando la realidad de
lo que sucede parece contradecir las promesas divinas. Este fue el problema de
Abraham cuando Dios le pidió que le ofreciera su único hijo, Isaac, en
sacrificio. ¿Cómo podía armonizarse la muerte del unigénito con la promesa que
Dios había hecho al padre? ¡Incomprensible misterio! Pese a todo, Abraham se
mantuvo sumiso ante la soberanía de Dios y se dispuso a consumar el sacrificio
con su propia mano, convencido de que Dios es poderoso aun para resucitar a los
muertos. Por eso, llegados a la falda del monte Moriah, dice a sus siervos:
«Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y
volveremos a vosotros» (Gn.
22:5). Adoración, acatamiento de la soberanía divina aun sin
entender. La fe en pugna con la razón, pero sometiéndose a Dios. Cree y actúa
«en esperanza contra esperanza... plenamente convencido de que Dios es poderoso
para hacer lo que ha prometido» (Ro.
4:18, Ro.
4:21).Más impresionante, si cabe, es el ejemplo de Job. Un
viento huracanado de adversidad se ha desatado sobre él. Ha perdido su hacienda
y sus hijos. Pronto perdería su salud. Y quedaría sumido en una perplejidad
torturadora al no poder entender la actuación de Dios. ¿Qué hace ante tamaño infortunio? «Se levantó, rasgó su manto, rasuró su cabeza, se postró en tierra y adoró» e(Job.
10). Comprende que todo en esta vida es contingente y bendice el nombre de Dios, sea cual sea el destino que le tenga reservado (Job. 1:21; Job. 2:10). Eso es adorar.
Adoración ante el Cristo glorificado
En el capítulo 5 del Apocalipsis hallamos una descripción
sublime del Señor Jesucristo. Es el Cordero de Dios (Ap.
5:6) que quita el pecado del mundo, el único que puede abrir
los sellos de la historia humana. Lo más sobresaliente es que con su sangre nos
redimió (Ap.
5:9). La magnificencia de su obra le hace acreedor a «la
alabanza, el honor, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos» (Ap.
5:13). Ante una visión tan maravillosa, no sorprende lo que
los «cuatro seres vivientes» (seres celestiales) y los «veinticuatro ancianos»
(representando a la totalidad del pueblo de Dios) hicieron: «se postraron sobre
sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos» (Ap.
5:14). ¿Podemos abstenernos de hacer lo mismo nosotros hoy,
individualmente y como iglesia? La adoración también tiene una dimensión
comunitaria. La Iglesia cristiana ha de ser una Iglesia adoradora que
reverentemente, con gratitud y entrega, se postra ante su Señor.
A modo de conclusión, valga un último ejemplo. Cuando en
días de Moisés la gloria de Yahvéh (la shekinah) descendía sobre el tabernáculo
a ojos de todo el pueblo, «se levantaba cada uno a la puerta de su tienda y,
postrado, adoraba» (Éx.
33:10). Nosotros, pueblo cristiano, vemos resplandecer la
gloria de Dios de modo inefable en la faz de Jesucristo. ( 2 col. 4:6? ¿No le adoraremos? ¿No confesaremos: «Oh Dios, tú
eres nuestro Señor. Como siervos, nos sometemos gozosamente a ti. Ayúdanos a
hacer tu voluntad»? Sí, y en el seno de la comunidad creyente, nos diremos unos
a otros: «Venid, adoremos y mostrémonos; arrodillémonos delante del Señor,
nuestro Hacedor» (Sal.
95:6).En esa experiencia de adoración seguramente no faltará
la alabanza, el gozo profundo. Y ello nos moverá a cantar: «Con labios de
júbilo te alabará mi boca» (Sal.
63:5).
Gabriel A. Salgado P.