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Lo más importante no es tener bienes, sino hacer el bien
Eclesiastés 1,2;2,21-23; Colosenses 3, 1-5.9-11; Lucas 12, 13-21
Vanidad de vanidades
Eclesiastés expresa en términos desconsoladores: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?».
Uno entre la gente pidió a Jesús que interviniera en un litigio entre él y su hermano por cuestiones de herencia. Como a menudo, cuando presentan a Jesús casos particulares (si pagar o no el tributo al César; si lapidar o no a la mujer adúltera), Él no responde directamente, sino que afronta el problema en la raíz; se sitúa en un plano más elevado, mostrando el error que está en la base de la propia cuestión. Los dos hermanos están equivocados porque su conflicto no deriva de la búsqueda de la justicia y de la equidad, sino de la codicia. Entre ellos ya no existe más que la herencia para repartir. El interés acalla todo sentimiento, deshumaniza.
Para mostrar cuán errónea es esta actitud, Jesús añade, como es su costumbre, una parábola: la del rico necio que cree tener seguridad para muchos años por haber acumulado muchos bienes, y a quien esa misma noche se le pedirán cuentas de su vida.
Jesús concluye la parábola con las palabras: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Existe también una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. En qué consiste esta manera diferente de enriquecerse lo explica Jesús poco después, en el mismo Evangelio de Lucas: «Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 33-34). Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a todas partes, también después de la muerte: no son los bienes, sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que hemos hecho. Lo más importante de la vida no es por lo tanto tener bienes, sino hacer el bien. El bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros.
Perdida toda fe en Dios, hoy con frecuencia muchos se encuentran en las condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de la muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. Ya no se usa el término «vanidad», que es de sabor religioso, sino el de absurdo. «¡Todo es absurdo!». El teatro del absurdo (Beckett, Ionesco), que floreció en las décadas posteriores a la guerra, era el reflejo de toda una cultura. Los que evitan la tentación de la acumulación de las cosas, como ciertos filósofos y escritores, caen en algo que tal vez es peor: la «náusea» ante las cosas. Las cosas, se lee en la novela La náusea de Sartre, están «de más», son oprimentes. En el arte, vemos las cosas deformadas, objetos que se aflojan, relojes que cuelgan como el salchichón. Se le llama «surrealismo», pero más que una superación, es un rechazo de la realidad. Todo exhala putridez, descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no ha hecho más libre y alegre la vida en la tierra!
El Evangelio del domingo nos sugiere cómo remontar esta peligrosa pendiente. Las criaturas volverán a parecernos bellas y santas el día en que dejemos de querer sólo poseerlas o sólo «consumirlas», y las restituyamos al objetivo para el que nos fueron dadas, que es el de alegrar nuestra vida aquí abajo y facilitarnos alcanzar nuestro destino eterno. Hagamos nuestra una oración de la liturgia: «Enséñanos, Señor, a usar sabiamente los bienes de la tierra, tendiendo siempre a los bienes eternos».
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